domingo, 24 de octubre de 2010

Libres en la verdad de la humildad


Derivada de la templanza, la humildad es la virtud que modera el deseo desordenado de la propia excelencia, dándonos un conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero también ante los hombres. Por la humildad el hombre conoce su propias cualidades, pero reconoce también su condición de criatura limitada, y de pecador lleno de culpas. Ella no permite, pues, ni falsos encogimientos ni engañosas pretensiones. El que se tiene a sí mismo en menos o en más de lo que realmente es y puede, no es perfectamente humilde, pues no tiene verdadero conocimiento de sí mismo. La humildad nos guarda en la verdad. Pero además nos libra de muchos males.

La humildad nos libra de la carne, es decir, nos libra de la vanidad ante los otros y de la soberbia ante nosotros mismos. Esta actitud de vanidad y orgullo, tan mala como falsa, es congénita al hombre carnal: se da ya en el niño muy pequeño, que reclama atención continuamente, que se altera ante la presencia del nuevo hermanito, o que miente para ocultar sus propias faltas; y todavía se da en el anciano que exige ser tenido en cuenta, y que se enoja si no le consultan sobre temas que, quizá, ya no conoce. Por eso la virtud de la humildad tiene mucho que hacer en el hombre carnal, desde que nace hasta que muere. Hace notar San Agustín que si el orgullo es el primer pecado que aleja de Dios al hombre, él es también el último en ser totalmente vencido (ML 36,156).

Humildes ante los hombres

La humildad sitúa a la persona en su propia verdad ante los hombres. Siempre podremos «pensar que los demás poseen mayor bondad que nosotros, o que nosotros tenemos más defectos, y humillarnos ante ellos» (161,3). Después de todo, en tanto que conocemos con certeza nuestras culpas, nunca estaremos seguros de que haya culpa real en los otros. Así pues, «considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3).
 
San Martín de Porres, cuando su convento dominico de Lima pasó por un grave apuro económico, se presentó al prior, y le sugirió que le vendiera como esclavo. En otra ocasión, cuando un fraile enojado le llamó «perro mulato», contestó que tal nombre le cuadraba perfectamente, pues él era un pecador, y su madre era negra. Eso es humildad.

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