domingo, 31 de octubre de 2010

“He venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”

 

Dejarme encontrar por Cristo


Cristo recorre los caminos del mundo. Busca hoy, como lo hizo hace 2000 años, corazones heridos, corazones hambrientos, corazones necesitados, corazones vacíos. Ofrece amor, regala paz, resucita entregas, provoca santidades. Limpia, sana, dignifica a hombres y mujeres zarandeados por la vida, hundidos en el pecado, abatidos por la tristeza, marginados o rechazados por sociedades llenas de egoísmo y vacías de esperanza.

También a mí me tiende una mano, me persigue con “lazos de amor” (Os 11,4), me libra del poder del maligno, me viste con una túnica blanca, me invita al banquete del Reino. Necesito dejarme encontrar por Cristo, permitirle entrar en mi vida, dejarle las puertas abiertas para que pueda decirme lo mucho que me ama.

Lo necesito de veras, desde lo más profundo de mi alma. Porque “lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él” (Benedicto XVI, “Sacramentum caritatis” n. 84). Porque Cristo “no sólo es un ser humano fascinante... es mucho más: Dios se hizo hombre en Él y, por tanto, es el único Salvador” (Benedicto XVI, discurso a los jóvenes en Asís, 17 de junio de 2007).

Cristo recorre los caminos del mundo. Hoy puedo abrir los ojos para descubrirle, para sentir su mirada de Amigo bueno. Hoy puedo escuchar su voz serena, profunda, divina, que me repite: “No te condeno... porque he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido...” (cf. Jn 8,11; Lc 19,10). Hoy me susurra con cariño eterno: “Sí, vengo pronto”. Desde lo más profundo de mi alma le respondo, con la fuerza de los santos de la Iglesia santa: “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).

Dejar un lugar a Dios

Estamos llenos de ocupaciones. Desde que suena el despertador, por la llamada, miles de reclamos nos absorben. Hay que lavarse bien, desayunar alguna cosa, ver que en casa todo esté en orden, llegar a tiempo a trabajo, cumplir con las pequeñas o grandes responsabilidades de todos los días...

Además de los deberes más urgentes, sentimos otras necesidades que nos agobian. Para muchos es una obligación leer la prensa, seguir las últimas noticias, contestar a quienes nos han escrito una carta o enviado un e-mail. Además, hay que coser un calcetín, comprar comida para mañana, hablar con el director del colegio sobre el hijo más rebelde y reunirse con los amigos para preparar una quiniela de grupo...

Entre tanto ajetreo, ¿dónde está Dios? ¿Nos acordamos de Él, de su amor, de su generosidad, de su alegría, de su perdón? ¿Creemos que nos mira, que se interesa por nosotros, que nos llama a un vida de amor y de esperanza, una vida que nadie puede ni imaginar en esta tierra de problemas y congojas?

Dios está siempre, a nuestro lado, con un respeto infinito, con una paciencia llena de amor. Deberíamos abrir los ojos del corazón para descubrirlo, para pensar en Él, para dejarnos tocar con su brisa suave, para sentir el olor de sus huellas en la historia personal y en la de todos los hombres y mujeres que bullimos en este planeta lleno de inquietudes y esperanzas.

“¡Hagamos un espacio para Dios!”, nos pedía el Papa Juan Pablo II en su visita a Eslovaquia mientras celebraba, el 12 de septiembre de 2003. Nos pedía, con su mirada profunda, con su cuerpo cansado pero lleno de la fuerza del espíritu, que acogiésemos a Dios en la propia vida, como María, a través del anuncio del Evangelio y del testimonio de su amor.

Hay que dejar un lugar a Dios. Quizá basten unos momentos breves, intensos, ante un crucifijo, o con la Biblia en nuestras manos, para sintonizar con su Amor, para sentirlo cerca, como Amigo, Padre y Redentor. Entonces una nueva luz iluminará toda nuestra vida, y en lo profundo del corazón bullirá un manantial de aguas vivas que nos harán ser, en un mundo herido por mil penas, levadura, fuego ardiente y esperanza llena de alegría.
 
Autor: 
Padre Fernando Pascual, L.C.
Fuente: 
Church Forum www.churchforum.org

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