domingo, 23 de enero de 2011

“Entonces comenzó Jesús a predicar”

En cuanto al relato de la predicación inicial del Señor, tal como lo refiere Mateo, es importante notar que su primera exhortación es un llamado a la conversión: «Conviértanse, porque está cerca el Reino de los Cielos». El mensaje del Señor busca en primer lugar la reconciliación de los seres humanos con Dios, fundamento de la reconciliación del ser humano consigo mismo, con sus hermanos humanos y con la creación toda. El Señor ha venido con poder para restituir la comunión entre Dios y los hombres, para restituir la vida divina en todo ser humano. Ésa es su misión.

Su misión se asemeja a la pesca: se trata de arrancar a los seres humanos de las profundidades del mar, que para los judíos era el símbolo del dominio del mal y de la muerte. El Señor ha venido a devolver al ser humano a su hábitat natural, a restituir su condición humana y a elevarlo a la participación de la vida divina. Dios, en Jesucristo, sale al encuentro de su criatura humana. Pero no basta el Don de la Reconciliación: también es necesaria su acogida, la respuesta que se verifica en la conversión del hombre, en su decisión de volver a Dios, en el compromiso decidido por abandonar el mal para caminar a la luz del Señor.

El Señor Jesús dio comienzo a la predicación de la Buena Nueva invitando a todos a la conversión «porque está cerca el Reino de los Cielos». Este Reino «brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo... Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el Reino ya llegó a la tierra... Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre» (Lumen gentium, 5).

Luego de este llamado a la conversión que el Señor hace a todos encontramos en el relato evangélico la narración de un llamado muy particular que el Pescador de hombres por excelencia dirige a algunos: «Vengan, síganme, y los haré pescadores de hombres». A Simón, a Andrés, a Santiago y a Juan los invita a dejarlo todo y seguirlo de cerca, con la promesa de hacer de ellos pescadores de hombres.

La respuesta de aquellos cuatro hombres es impactante: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron... Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron». Responden al llamado con prontitud, con radicalidad, sin aferrarse ni a su trabajo, ni a sus proyectos personales, ni a los profundos y fuertes lazos familiares.

Queda manifiesto que desde el inicio de su ministerio público el Señor Jesús asocia a algunos a su misión reconciliadora. Para esta misión de anunciar el Evangelio el Señor no se circunscribe a los Doce, sino que a lo largo de la historia va llamando también a otros, como es el caso de San Pablo, elegido y enviado por el Señor «a anunciar el Evangelio» (2ª. lectura). De esta manera la Iglesia «recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese Reino» (Lumen gentium, 5).

El Señor a todos nos invita a la metanoia, a un cambio radical de vida que hunde sus raíces en un cambio de mente, al abandono de ciertos criterios o modos de pensamiento propios de un mundo que vive de espaldas a Dios para sustituirlos cambiarlos por los criterios divinos. La conversión no es tan sólo hacer un esfuerzo esporádico por cambiar ciertas conductas pecaminosas, por evitar hacer lo que “está prohibido”. Si no vamos a la raíz, si no vamos al origen de nuestro actuar vicioso y pecaminoso, fracasaremos en el intento por cambiar la conducta equivocada. Un cambio de vida implica reformar los pensamientos o procesos mentales que nos llevan a obrar el pecado, implica al mismo tiempo “tener la misma mente de Cristo” (ver 1Cor 2,16), implica llegar a pensar como Cristo mismo pensó o pensaría en la circunstancia concreta en la que me encuentro. Si pienso como Cristo piensa, me iré educando a tener los mismos sentimientos de Cristo y obraré como Cristo mismo obraría. De ese modo tendré una total sintonía con Él, una comunión de mente, corazón y acción. De nada servirá cambiar de conducta si no cambio de forma de pensar, si no adquiero una unidad de mente con Cristo.

¿Pero quién puede asemejarse de este modo al Señor Jesús? Alcanzar esa meta evidentemente no es tarea fácil, pero tampoco es imposible. Esta transformación es ante todo obra del Espíritu en nosotros (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1989). Sin embargo, la Gracia, sin la cual nada podemos, necesita ser acogida, requiere de nuestra continua y decidida acogida y cooperación (ver 1Cor 15,10). Continua, porque la conversión nunca termina, es un empeño de toda la vida. En esta vida nadie podrá decir jamás: “ya estoy convertido del todo”. Por ello, es importante que en respuesta al llamado que el Señor me hace a cambiar de mente y a la consecuente conversión, me pregunte cada día: ¿Qué criterios subsisten en mí que debo cambiar? ¿Pienso como Cristo, o pienso como el mundo? Unido a estas preguntas, el examen de conciencia diario es y será siempre un instrumento fundamental de transformación para quien quiera tomarse en serio el llamado a la santidad.

Finalmente, aunque a todos el Señor nos invita a esta conversión y a una conversión continua1Cor 9,19) mediante el anuncio de tu Evangelio? Si el Señor te llama, si toca fuerte a la puerta de tu corazón, no le des la espalda, no te marches como el joven rico. Tampoco dilates tu respuesta. Alentado por el ejemplo de los primeros apóstoles, dile tú también: “aquí estoy Señor, aquí me tienes, para hacer tu voluntad”. a lo largo de toda nuestra vida, a algunos les pide más: «Ven conmigo». Como al inicio, Cristo sigue llamando a algunos a dejarlo todo para seguirlo de cerca, para ser de sus íntimos, para anunciar su Evangelio, para hacerlos «pescadores de hombres». Por ello, todo joven que verdaderamente cree en Dios y en su enviado Jesucristo, tiene el deber y necesidad de ponerse ante el Señor y preguntarle sin miedo: ¿Qué quieres de mí Señor? ¿Qué quieres que haga? ¿Es mi vocación la vida matrimonial? ¿O me llamas a la vida consagrada, a dejarlo todo para que siendo libre de todo y de todos pueda ganar a los más que pueda ver.

Si eres padre o madre, y si alguno de tus hijos te confía que experimenta el llamado, el Señor te pide que lo apoyes y alientes a responder, que no que te conviertas tú en obstáculo a su llamado. No te niegues a entregarle al Señor un hijo o una hija. No les obligues a diferir su respuesta imponiéndoles condiciones. ¡Cuántas vocaciones se pierden de este modo! Recuerda que tus hijos son un Don de Dios, no una pertenencia tuya. Él te los ha confiado, de ellos deberás responder ante Dios mismo. Entrégaselos cada día al Señor, y no te aferres a ellos si Él te los pide.

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