domingo, 31 de octubre de 2010

“He venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”

 

Dejarme encontrar por Cristo


Cristo recorre los caminos del mundo. Busca hoy, como lo hizo hace 2000 años, corazones heridos, corazones hambrientos, corazones necesitados, corazones vacíos. Ofrece amor, regala paz, resucita entregas, provoca santidades. Limpia, sana, dignifica a hombres y mujeres zarandeados por la vida, hundidos en el pecado, abatidos por la tristeza, marginados o rechazados por sociedades llenas de egoísmo y vacías de esperanza.

También a mí me tiende una mano, me persigue con “lazos de amor” (Os 11,4), me libra del poder del maligno, me viste con una túnica blanca, me invita al banquete del Reino. Necesito dejarme encontrar por Cristo, permitirle entrar en mi vida, dejarle las puertas abiertas para que pueda decirme lo mucho que me ama.

Lo necesito de veras, desde lo más profundo de mi alma. Porque “lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él” (Benedicto XVI, “Sacramentum caritatis” n. 84). Porque Cristo “no sólo es un ser humano fascinante... es mucho más: Dios se hizo hombre en Él y, por tanto, es el único Salvador” (Benedicto XVI, discurso a los jóvenes en Asís, 17 de junio de 2007).

Cristo recorre los caminos del mundo. Hoy puedo abrir los ojos para descubrirle, para sentir su mirada de Amigo bueno. Hoy puedo escuchar su voz serena, profunda, divina, que me repite: “No te condeno... porque he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido...” (cf. Jn 8,11; Lc 19,10). Hoy me susurra con cariño eterno: “Sí, vengo pronto”. Desde lo más profundo de mi alma le respondo, con la fuerza de los santos de la Iglesia santa: “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).

Dejar un lugar a Dios

Estamos llenos de ocupaciones. Desde que suena el despertador, por la llamada, miles de reclamos nos absorben. Hay que lavarse bien, desayunar alguna cosa, ver que en casa todo esté en orden, llegar a tiempo a trabajo, cumplir con las pequeñas o grandes responsabilidades de todos los días...

Además de los deberes más urgentes, sentimos otras necesidades que nos agobian. Para muchos es una obligación leer la prensa, seguir las últimas noticias, contestar a quienes nos han escrito una carta o enviado un e-mail. Además, hay que coser un calcetín, comprar comida para mañana, hablar con el director del colegio sobre el hijo más rebelde y reunirse con los amigos para preparar una quiniela de grupo...

Entre tanto ajetreo, ¿dónde está Dios? ¿Nos acordamos de Él, de su amor, de su generosidad, de su alegría, de su perdón? ¿Creemos que nos mira, que se interesa por nosotros, que nos llama a un vida de amor y de esperanza, una vida que nadie puede ni imaginar en esta tierra de problemas y congojas?

Dios está siempre, a nuestro lado, con un respeto infinito, con una paciencia llena de amor. Deberíamos abrir los ojos del corazón para descubrirlo, para pensar en Él, para dejarnos tocar con su brisa suave, para sentir el olor de sus huellas en la historia personal y en la de todos los hombres y mujeres que bullimos en este planeta lleno de inquietudes y esperanzas.

“¡Hagamos un espacio para Dios!”, nos pedía el Papa Juan Pablo II en su visita a Eslovaquia mientras celebraba, el 12 de septiembre de 2003. Nos pedía, con su mirada profunda, con su cuerpo cansado pero lleno de la fuerza del espíritu, que acogiésemos a Dios en la propia vida, como María, a través del anuncio del Evangelio y del testimonio de su amor.

Hay que dejar un lugar a Dios. Quizá basten unos momentos breves, intensos, ante un crucifijo, o con la Biblia en nuestras manos, para sintonizar con su Amor, para sentirlo cerca, como Amigo, Padre y Redentor. Entonces una nueva luz iluminará toda nuestra vida, y en lo profundo del corazón bullirá un manantial de aguas vivas que nos harán ser, en un mundo herido por mil penas, levadura, fuego ardiente y esperanza llena de alegría.
 
Autor: 
Padre Fernando Pascual, L.C.
Fuente: 
Church Forum www.churchforum.org

domingo, 24 de octubre de 2010

Libres en la verdad de la humildad


Derivada de la templanza, la humildad es la virtud que modera el deseo desordenado de la propia excelencia, dándonos un conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero también ante los hombres. Por la humildad el hombre conoce su propias cualidades, pero reconoce también su condición de criatura limitada, y de pecador lleno de culpas. Ella no permite, pues, ni falsos encogimientos ni engañosas pretensiones. El que se tiene a sí mismo en menos o en más de lo que realmente es y puede, no es perfectamente humilde, pues no tiene verdadero conocimiento de sí mismo. La humildad nos guarda en la verdad. Pero además nos libra de muchos males.

La humildad nos libra de la carne, es decir, nos libra de la vanidad ante los otros y de la soberbia ante nosotros mismos. Esta actitud de vanidad y orgullo, tan mala como falsa, es congénita al hombre carnal: se da ya en el niño muy pequeño, que reclama atención continuamente, que se altera ante la presencia del nuevo hermanito, o que miente para ocultar sus propias faltas; y todavía se da en el anciano que exige ser tenido en cuenta, y que se enoja si no le consultan sobre temas que, quizá, ya no conoce. Por eso la virtud de la humildad tiene mucho que hacer en el hombre carnal, desde que nace hasta que muere. Hace notar San Agustín que si el orgullo es el primer pecado que aleja de Dios al hombre, él es también el último en ser totalmente vencido (ML 36,156).

Humildes ante los hombres

La humildad sitúa a la persona en su propia verdad ante los hombres. Siempre podremos «pensar que los demás poseen mayor bondad que nosotros, o que nosotros tenemos más defectos, y humillarnos ante ellos» (161,3). Después de todo, en tanto que conocemos con certeza nuestras culpas, nunca estaremos seguros de que haya culpa real en los otros. Así pues, «considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2,3).
 
San Martín de Porres, cuando su convento dominico de Lima pasó por un grave apuro económico, se presentó al prior, y le sugirió que le vendiera como esclavo. En otra ocasión, cuando un fraile enojado le llamó «perro mulato», contestó que tal nombre le cuadraba perfectamente, pues él era un pecador, y su madre era negra. Eso es humildad.

lunes, 11 de octubre de 2010

LIBRE SOY....

Tema de la más reciente producción discográfica de EXODO Camino de Fe, con fotografias de conciertos y ensayos de la agrupación....

domingo, 26 de septiembre de 2010

LA OPCIÓN POR LOS MÁS POBRES....


Entre ricos insensibles y pobres necesitados de todo, Dios está de parte de estos últimos. Esto queda claramente indicado en la parábola ya desde el mismo nombre que el Señor le pone al pobre: Lázaro. Este “detalle” es tremendamente significativo, más aún cuando es la única parábola en la que el Señor pone nombre a alguno de sus personajes.

Este auxilio de Dios a favor del pobre quedará de manifiesto definitivamente a la hora de la muerte: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces». Mientras que Lázaro es acogido en el seno de Abraham porque encontró en Dios su auxilio, el rico se encuentra lejos del “seno de Abraham” por usar sus riquezas de un modo mezquino y egoísta, por negar compartir aunque sea las migajas de su mesa opulenta con quien hundido en la más absoluta miseria suplicaba un poco de alivio y auxilio echado a la puerta de su casa. Lázaro por la fe en Dios habrá ganado la vida eterna, mientras que el rico epulón la habrá perdido. Por no escuchar rectamente a Moisés y a los profetas se encontrará en un lugar de eterno tormento. El abismo que existe entre ambos es símbolo de una situación o estado que no puede cambiar, que es eterno.

La lección de esta parábola está dirigida ciertamente a los ricos, especialmente a aquellos que carecen de toda conciencia social, pero también va para todos aquellos que aunque no sean ricos de hecho lo son “de corazón”, pues viven tan apegados a los bienes que poseen y tan concentrados en mantener su propia “seguridad económica” o “estatus de vida” que se vuelven ciegos y sordos a las urgentes necesidades de aquellos que están sentados “a la puerta de su casa”. El Señor advierte que el egoísmo, el apego al dinero y riquezas, la avaricia, la mezquindad, la indiferencia ante las necesidades de los demás, el desinterés por el destino de los demás, el desprecio del pobre, traen consigo gravísimas consecuencias para toda la eternidad. 

Quien no abre su corazón al amor, a sí mismo se excluirá de la comunión de amor que Dios le ofrece más allá de esta vida, un estado de eterna soledad y ausencia de amor que se llama infierno.
La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.

El Señor nos invita a ser buenos administradores de los bienes que poseemos, sean muchos o pocos, haciéndonos sensibles al sufrimiento de los menos favorecidos, cultivando actitudes de generosidad, de caridad y de solidaridad cristiana hacia todos aquellos que en su indigencia material o espiritual tocan a la puerta de nuestros corazones. Así estaremos ganando para nosotros la vida eterna, así estaremos preparándonos a participar de la comunión de Amor con Dios y con todos los santos de Dios, por los siglos de los siglos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Irradiando a Cristo...

Querido Jesús, ayúdame a esparcir Tu fragancia por dondequiera que vaya.

Inunda mi alma con Tu Espíritu y Vida.

Penetra y posee todo mi ser tan completamente que mi vida sólo sea un resplandor de la Tuya.

Brilla a través de mí y permanece tanto en mí que cada alma con la que tenga contacto pueda sentir Tu presencia en mi alma.

¡Permite que ellos al mirarme no me vean a mí, sino solamente a Jesús!
Quédate conmigo y entonces podré comenzar a brillar como Tú brillas, a brillar tanto que pueda ser una luz para los demás.

La luz, oh, Jesús, vendrá toda de Ti; nada de ella será mía.

Serás Tú quien brille sobre los demás a través de mí.

Permíteme así alabarte de la manera que Tú más amas, brillando sobre aquéllos que me rodean.

Permíteme predicarte sin predicar, no con palabras, sino con mi ejemplo, con la fuerza que atrapa, con la influencia compasiva de lo que hago, con la evidente plenitud del amor que mi corazón siente por Ti.  Amén

domingo, 5 de septiembre de 2010

SOBRE EL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD

La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verda La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales.d (cf. Jn 14,6).


Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad», intrínseca a ella. 
La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima», parte integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo.

sábado, 21 de agosto de 2010

LUMEN GENTIUM SOBRE LA IGLESIA , CAPÍTULO IV LOS LAICOS

LOS LAICOS
Peculiaridad 

El Santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la jerarquía, vuelve gozosamente su espíritu hacia el estado de los fieles cristianos, llamados laicos. Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, en razón de su condición y misión, les corresponden ciertas particularidades cuyos fundamentos, por las especiales circunstancias de nuestro tiempo, hay que considerar con mayor amplitud. Los sagrados pastores conocen muy bien la importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Pues los sagrados pastores saben que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia cerca del mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común. Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquél que es nuestra Cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad" (Ef., 4, 15-16).

Qué se entiende por laicos

Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden tratar asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transfigurado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor.

Unidad en la diversidad
  
La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con admirable variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros" (Rom., 12,4-5).
El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef 4,5); común la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. Ante Cristo y ante la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Gal 3,28; cf. Col 3,11).
Aunque no todos en la Iglesia marchan por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe 1,1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión, puesto que los pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por necesidad recíproca; los pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos últimos, a su vez asocien su trabajo con el de los pastores y doctores. De este modo, en la diversidad, todos darán testimonio de la admirable unidad del Cuerpo de Cristo; pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque "todas estas cosas son obras del único e idéntico Espíritu" (1 Cor 12,11).
Si, pues, los seglares, por designación divina, tienen a Jesucristo por hermano, que siendo Señor de todas las cosas vino, sin embargo, a servir y no a ser servido (cf. Mt 20,28), así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato nuevo de la caridad. A este respecto dice hermosamente San Agustín: "Si me aterra el hecho de lo que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo; éste de la gracia; aquél el del peligro; éste, el de la salvación".

El apostolado de los laicos

Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos en un solo Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne santificación con todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y gracia del Redentor.

El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, a cuyo apostolado todos están llamados por el mismo Señor en razón del bautismo y de la confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se comunica y se nutre aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado. Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos. Así, pues, todo laico, por los mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo e instrumento vivo, a la vez, de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo" (Ef 4,7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la jerarquía, como aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf. Fil 4,3; Rom 16,3ss.). Por los demás, son aptos para que la jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa de que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las tierras. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también ellos, celosamente, en la misión salvadora de la Iglesia.

LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA


La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo

El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, "cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos" (Gal 4,4-5). "El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen". Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo".

La Santísima Virgen y la Iglesia 

En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

domingo, 15 de agosto de 2010

Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María

Santa María, asunta a los Cielos, es para nosotros, hijos de la Iglesia peregrinante, un signo de esperanza que brilla intenso en el horizonte, signo que nos atrae, nos alienta, nos anima y estimula a seguir sus huellas y caminar confiadamente hacia donde Ella se encuentra gloriosa junto a su Hijo resucitado.

¡El triunfo de María nos llena de esperanza! Sí, al mirarla gloriosa tenemos la confianza de que también nosotros, bajo su guía y cuidado maternal, avanzamos hacia la transfiguración gloriosa de nuestras existencias, hacia la plena participación del amor y comunión de Dios, hacia la gloria definitiva y máxima felicidad que sólo Dios puede dar al ser humano.

Nos acompaña la certeza de que Santa María, asunta a los Cielos, no se desentiende del destino terreno y eterno de sus hijos e hijas. ¡Todo lo contrario! Ella, desde el Cielo, ejerce activamente su misión maternal: «¡Mujer, he allí a tu hijo!». Enaltecida y glorificada al lado de su Hijo, como Madre nuestra que es, nos sigue acompañando y sigue intercediendo por nosotros, continúa alentando nuestra esperanza y confianza en las promesas de su Hijo, no cesa de invitarnos a vivir con visión de eternidad, cuidándonos, protegiéndonos, educándonos con sus palabras y el ejemplo de su vida entregada al amoroso y servicial cumplimiento del Plan divino.

Finalmente, la Mujer que ahora y por toda la eternidad ve plenamente colmada las esperanzas de su terreno peregrinar, nos invita también a nosotros a ser hombres y mujeres de esperanza para tantos que en el mundo de hoy carecen de esperanza. De este modo, todo hijo e hija de María está llamado a ser signo de esperanza para muchos, apóstol que lleve a cuantos más pueda al encuentro con el Señor resucitado.

«La entrañable y singular unidad entre el Hijo y la Madre es un tema que aflora continuamente en la reflexión en torno al misterio de la Asunción.

»La Asunta es un fruto precioso de la Resurrección del Señor Jesús y está íntimamente ligada a su realidad. Es también, como nos lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, “una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (n. 966). Así, pues, en el misterio de la Asunción de la Madre los creyentes vemos una confirmación más de la promesa del Señor y un don que fortalece la esperanza en la resurrección a la que nos invita.

»La Constitución Lumen gentium ofrece una rica relación entre la Iglesia peregrina y la Madre asunta a los cielos. Dice el Concilio Vaticano II: “La Madre de Jesús, glorificada ya en los Cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día de Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo” (Lumen gentium, 68).

»Con su partida gloriosa de este mundo María no se aleja de sus hijos. Bien señala San Germán de Constantinopla: “Lo repetiré una primera, una segunda y una tercera vez, con toda la alegría de la que soy capaz: ¡Verdaderamente, oh María, si bien has emigrado de esta tierra no por ello te has alejado del pueblo cristiano!”. Y es que Ella maternalmente continúa ejerciendo su dinámica función en la economía de la reconciliación intercediendo por todos sus hijos: “Con amor de Madre —dice la Lumen gentium— cuida de los hermanos de su Hijo (...) Por eso la Santísima Virgen María es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora”. Hermosa manifestación de la unión con su Hijo, cuya única mediación en nada disminuye. La celebración de este aniversario de la solemne proclamación del dogma de la Asunción corporal de la Santísima Virgen es, pues, ocasión para renovar nuestra piedad filial mariana y la confianza que todo hijo de la Iglesia debe tener en su maternal intercesión»

lunes, 9 de agosto de 2010

EXODO.....Camino de Fe


La agrupación de música católica EXODO, Camino de Fe, nace de la experiencia pastoral de distintos talentos musicales que Dios puso en sus integrantes y que poco a poco a través de experiencias particulares fueron transformándose en lo que hoy se proyecta en esta banda versátil que con buena música para distintos gustos permite dar un mensaje en el cual Dios es el invitado principal y es Él quien mueve estos talentos según sea necesario. Envíanos Señor donde seamos útiles con lo que sabemos hacer mejor. Oremos queridos hermanos para que más y más agrupaciones sientan  que el servicio es para Dios y no para bien propio, que el Dios de la Vida les bendiga siempre. 

PARA MEDITAR HOY


* Piensa que Dios está junto a ti, que te ama y que te está escuchando.


* Lee cada oración lentamente y al final de cada frase haz un poco de silencio.


* Las oraciones son sólo una ayuda, rézale a Dios con las palabras que salgan de tu corazón.


Dios mío, reconozco mi debilidad



pero confío en tu fuerza.



Ayúdame a amar a todos las personas como Jesús nos pide que lo hagamos,



sin hacer diferencias,



y con todo el corazón.



Dame un corazón dispuesto a ayudar a quienes más me necesitan. Amén.